miércoles, 23 de julio de 2008

Una obra de envergadura









Cariño, tenemos que poner una repisa en este cuarto. Manolo sabe que su mujer no se refiere a ponerla mañana, ni mucho menos la semana que viene, una propuesta de este tipo significa inmediatamente. Coge las llaves del coche y sale a toda velocidad a comprar los materiales. Esta parte, la de ir a por los utensilios le gusta bastante excepto como en esta ocasión que lo acompañará la plasta de su señora y no le dejará recrearse en el departamento de tornillos, clavos y espiches.


¿ Qué estantería te gusta más?. Manolo no piensa preocuparse en ver cuál es la más operativa, ni cuál es a su parecer la más bonita. Sería una preocupación vana ya que al final será ella, como siempre, la que elija y normalmente escoge la más complicada de colocar. Eso sí, cuándo se encuentran con el conocido de turno en la caja de la tienda, ella le mostrará la estantería que "hemos" comprado.



Una vez en casa llega uno de los momentos críticos: María debe decidir dónde colocar aquello. Manolo alza el tablero y empieza a colocarlo en distintos puntos de la pared. Su mujer en la puerta de la habitación va dándole las órdenes pertinentes. Más abajo... súbelo un poco de la derecha... más a la izquierda... A él ya empieza a temblarle los brazos y le entran unas enormes ganas de lanzarle el tablero, de manera que quedara aplastada como un mosquito. Hace un sublime esfuerzo por no tirarle a su mujer el tablero, porque si falla y desconcha la pared, igual se cabrea.


Es coger el taladro y queda demostrado que su mujer desaparece. Antes de perforar la pared, medirá por espacio de más de una hora. Tras unos complicadísimos cálculos matemáticos tendrá posicionados los cuatro puntos dónde hará los agujeros. Con el taladro tendrá que tener cuidado, las paredes tienen una capa de una pasta muy delicada ya que en su día decidieron quitar el gotelé para tener unas paredes suaves y lisitas como el culito de un bebe.


Una vez listos los boquetes, hay que colocar los espiches. Cuando está espichando se da cuenta de el porqué la gente utiliza la palabra espichar cuando uno la palma. Se trata de meter el trozo de plástico en un boquete, en definitiva, lo mismo que le pasa a uno cuándo está fiambre. Se quita estos negros pensamientos de la cabeza pensando que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, así que sigue espichando. A todo esto, su mujer lleva ya unos cuántos paseitos por la habitación sin dirigirle la palabra. Pasa como si aquello no estuviera sucediendo aunque él sabe que de soslayo le esta haciendo un riguroso examen y que si no le ha dado un grito es que está aprobando. Si encima no habla se trata de un aprobado con nota. Se relame pensando en la gratificación que recibirá esa noche. Desde luego es un genio.


Cuándo la obra esta avanzada ella se planta en medio de la habitación para darle ánimos. ¡Que mal te está quedando!. El tiene ganas de darle el martillo para que ella la ponga como le de la gana, pero María con un martillo en la mano podría ser muy dañina para su salud, así que la mira, le suelta dos o tres improperios y continua enfrascado en su tarea.


Tras cuatro horas de sufrimiento la estantería queda lista. María da su aprobación con un leve asentimiento de cabeza, ahora llega el momento de comprobar la calidad del nuevo estante. Coge una pila de libros y empieza a colocarlos. Su marido aguanta la respiración cada vez que coloca un nuevo tomo, el derrumbe del estante sería declarado catástrofe total y no quería ni pensar en las indemnizaciones. Todo correcto, ha fabricado la catedral de las estanterías. Su pecho se hincha de orgullo y empieza a pavonearse alrededor de su mujer cual palomo en celo. Ella le lanza una sonrisa y se quita de en medio volviendo a sus quehaceres.



Esa noche recibieron la visita de sus suegros. María llevó a su madre a la habitación y le mostró con orgullo la nueva estantería que ella había puesto. Desde luego Manolo tienes una mujer que no te la mereces. Eso mismo piensa Manolo: ¿Qué he hecho yo para merecerme esto?.

martes, 15 de julio de 2008

La Reina Negra





El revuelo en la escalera duraba ya una semana. Cada vez que salía de casa veía el enjambre de vecinas cuchicheando. Algo se estaba cocinando y lo que fuera lo iban a dejar bien churruscadito.


Manolo entró en casa con una gran sonrisa. ¿María has visto a la nueva vecina? !Que pedazo de mulata!. No tengo ni idea, pero ya sabía yo que algo estaba ocurriendo: están las vecinas revolucionadas. María decidió que tenía que verla, tenía que ser una mujer de bandera para que el zumbido vecinal durase ya una semana y siguiera increcento. A su marido y sus comentarios ya los apañaría más tarde.



Al volver del trabajo al día siguiente, se encontró con una nueva reunión de espeluznadas vecinas y algún que otro varón. Estos últimos podían ser de dos tipos: el que estaba interesado más allá de lo aceptable en el bombonazo, mal asunto si encima era un costillar de alguna de aquellas arpías; y el que tenía una vena marujil, peor todavía, ya que estas lenguas viperinas tiran a matar. Decidió escuchar de soslayo algunos comentarios. Lo primero sería pararse a rebuscar las llaves, como si su bolso fuese el gran desconocido. Luego se le caerían, con las prisas es que no se atina. !Pena de no tener cordones!, pensó María. Aún quedaba el enganche, es decir, hacer que el asa del bolso se quedara cogida con el pomo del portal, tarea para la que se necesita destreza pero que ella solventaría airosamente. Por último, mirar el correo lo cuál le daría algún minuto más ya que es de dominio general, que los buzones con el incremento de la publicidad están medio reventados y cuesta un huevo abrirlos.


Cuestionaban la moralidad de la nueva vecina. Que si va provocando, que si tanto maquillaje, que a saber tú dónde trabajará, que si me han dicho que han oído, bla, bla, bla. Oír aquello y pensar en la canción de Ruibal "la diosa de África", fue todo en uno. !No veas cómo debe ser la vecina! pensó María. Justo iba abrir la puerta del ascensor cuándo la vio dentro. Realmente era una mujer despampante. Mediría algo más de un metro setenta, era desde luego negra zaina, esbelta y con una cara preciosa. No tenía nada que envidiarle a la Campbell. Cuándo se encontraron la mujer le lanzó una enorme y franca sonrisa, que ella devolvió con un amable saludo. Su indumentaria era de lo más correcta, pero claro con aquel cuerpazo un pantalón vaquero se convertía en arma de depravación. Si ella tuviese aquel tipo las vecinas iban a tener de que hablar durante dos meses seguidos, eso seguro.


Unos días más tarde, volvieron a coincidir en el rellano del ascensor. Se saludaron y entablaron una breve conversación. Libia, que así se llamaba, estaba de paso. Había sido contratada por una importante cadena hotelera para cubrir un puesto directivo en la organización de un reconocido campeonato de polo. Su familia era originaria de Cabo Verde, pero ella había estudiado y pasado la mayor parte de su vida en Francia. La chica era simpatiquísima, lo cuál le añadía un porrón de puntos para convertirse en la diana favorita del vecindario. Lo de la belleza se lo cargaban estas facilmente: operaciones, trasplantes... pero que fuese inteligente y simpática, era un pecado capital.



María estaba encantada. Modestamente había recuperado parte de su liderazgo como blanco del cotilleo vecinal. ¿Habéis visto las buenas migas que ha hecho la negra con la del último?, su marido estará contento, algo deben tener estas que no sabemos vete tú a saber. Ella disfrutaba y disfrutó aún más cuándo Libia les invitó a tomar un café y enseñarles el hotel. Aceptaron la invitación y quedaron para esa misma tarde.



El hotel era de lo más lujoso que habían visto en su vida. Al llegar a la puerta un señor vestido de novio se les acercó con una sonrisa. Manolo lo saludó e intentó hacerle comprender antes de nada que ellos no venían a la ceremonia. Era el botones. En ese momento apareció Libia enfundada en un bonito traje de chaqueta color aguamarina, estaba radiante. Venía acompañada de un hombre que parecía sacado de un anuncio, era su marido. Acababa de llegar de Nantes y se quedaría con ella hasta que terminara el trabajo que la había traído a estos lares. Pasaron una velada muy agradable. Manolo disfrutó de lo lindo, aunque hubiese preferido quedarse un poco más con el guardacoches, alucinando con tener tan cerca aquellos lujosos vehículos.



La vuelta de Libia a su piso acompañada de su marido, aminoró los rumores. La mayoría de las vecinas sólo tenían ojos para él. Fue una época de mujeres emperifolladas hasta para sacudir el felpudo y de ridículas indumentarias que sobrepasaban lo ordinario. Un tiempo memorable, que María recordaría siempre. ¿Cómo olvidar a la casta y fina del tercero enfundada en aquel mono de lycra blanco, con el pecho apuntando al suelo y dos acordeones en las caderas? ¿y las minifaldas tipo cinturón y escotes que se lucieron sin remilgos hasta las más pudorosas?.



Sólo se le había quedado una espinita, Manolo. Tenía que pensar en algo para hacerle sudar aquel comentario sobre la mulata. Todo lo que maquinaba se le volvía en contra nada más pensarlo... ella soñaba con el marido de Libia anunciando Abanderado.

lunes, 7 de julio de 2008

La Sobrina



Todos somos iguales, aunque nos afanamos por ser diferentes. Destacar de una manera u otra puede ser un objetivo aunque nunca debería ser una meta.


María se afana por recoger la casa, hoy tienen visita. Ayer la llamó su marido para anunciarle que su sobrina Sonia pasaría a verlos. Ella vive en el norte y hace más de tres años que no se ven. María la recuerda cómo una joven bonita y agradable que por aquel entonces acababa de terminar sus estudios. El tiempo aún acompañaba y el calor aún no había empezado a hacer de las suyas. Así, excepto en algunas horas puntas, los días eran agradables. Manolo repasó las luces del aseo, una estaba fundida y recordaba que Sonia se pasaba horas y horas metida en el baño acicalándose.


De la nevera colgaba un enorme papel en el que María había programado cada día al minuto. Él se cansaba sólo de leerlo. Cuándo sonó el telefonillo, se colocaron todos en la puerta con una amplia sonrisa. Por fin se abrió el ascensor y salió la chica. Los niños fueron rápidamente a darle el beso de bienvenida, su madre les había dado instrucciones precisas del recibimiento que debían darle a su prima y de, no ser así, se expondrían a la ira materna. A Manolo se le quedó cara de pasmo. No sabía si aquello era una mujer o una chatarrería ambulante. ¡Flipante!. Algunas de aquellas tuercas y alambres que le colgaban del cuerpo eran increíbles. Hizo un rápido repaso mental de su caja de herramientas; él creía que la tenía bien surtida pero viendo aquello su caja era una verdadera porquería. Salvado aquel primer instante de expectación y tras recibir un disimulado codazo en el costillar, se acercó a la sobrina la besó y recogió su maleta. La maleta consistía en una mugrosa bolsa de lona, de la que era imposible detectar el color.


María atosigaba a la invitada a preguntas, ofreciéndole café, zumo, agua, refrescos y galletas. Sonia se dirigió al aseo para refrescarse un poco y prometió que luego les contaría resumidamente como le iba la vida. Fueron al salón, la chica cogió su bolsa de lona y la colocó en el suelo para tumbarse encima, según les comentó estaba acostumbrada a reposar en aquella postura. Al principio, no les fue fácil entenderla. Llevaba una especie de chincheta en la lengua que hacía que pronunciara algunas palabras cómo si llevara un trozo de trapo en la boca. María observaba lo bien que le quedaban la camiseta interior de colores y los pantis. Parecían una segunda piel, era increíble. De repente se dio cuenta de que aquello no era tela, ¡era su pellejo!. Sólo el trozo de cara que se dejaba ver tras el metal no estaba tatuado.


La sobrina les comentó que al terminar la universidad decidió autoencontrarse y que los piercings eran la mejor forma de expresión del arte corporal. María le confesó que en un primer momento había pensado que sufría de una rara epidemia de verrugas, lo cuál la había alarmado un poco por miedo al contagio. Manolo no abría la boca, había descubierto en la oreja derecha de Sonia una colección de anzuelos envidiable.


Todo había empezado el último año de medicina. Había conocido a un joven y empezado una bonita historia de amor. Ella terminó con unas notas envidiables que le permitían elegir trabajar de residente en el hospital que le viniera en gana. El chico, por su parte, ese año no acababa todavía y sus notas eran tan nefastas que sólo entraría en un determinado hospital, que para más señas estaba en el quinto pino. Total que ella hizo sus maletas y allá que se fue a esperarlo. El alquiler del primer año era asfixiante por lo que entre la falta de pelas y las horas de trabajo la convirtieron en una especie de ermitaña. No lo llevaba tan mal al parecer. Deseaba que pasara rápidamente el año y que su novio terminara de una vez para reunirse con ella. Entre los dos pagarían el piso, tal y cómo habían planeado. Tendrían dinero y lo que era más importante, se tendrían el uno al otro. Llegado el momento, Jacinto, que así se llamaba la joya, le dio el notición: Por fin he terminado, en un mes estaré ahí pero necesito que tengas preparada la otra habitación. Resumiendo, el tal Jacinto se había echado novia y se mudaban al piso de Sonia.


María no entendía como su sobrina les permitió la mudanza. Ella, desde luego, habría cogido al imbécil aquel y le habría dado para el pelo. Así fue como Sonia, al año siguiente, se mudó de piso y empezó a compartir otro con unos jóvenes que se dedicaban a las artes: Pintores y músicos, en su mayoría, que intentaban triunfar pero que a lo sumo, trabajaban de saltimbanquis por las calles. Para subsistir decidieron montar un negocio de tatuajes y piercings. Sonia era la principal accionista ya que sólo ella tenía un oficio remunerado. Además de poner el dinero había servido de modelo para los artistas: ella era la promoción andante del negocio.


La sobrina no quiso quedarse, estaba sólo de paso. Sus amigos habían venido con ella y la esperaban en una furgoneta con la que estaban recorriendo todo el sur de playa en playa. Eran lugares idóneos para, aprovechando las vacaciones, hacer algunos trabajitos extras: pequeños tatuajes de henna y trencitas de colores. A millonarios estos no llegan, parecían decirse uno al otro con la mirada.


Se quedaron muy tristes, contemplaban a los niños pensando en lo caprichoso que es el destino y las putadas que la suerte te puede jugar. Eso sí, si alguna vez se topaban con Jacinto le iban a dar hasta en el carné de identidad.

miércoles, 2 de julio de 2008

La Leona





Recordaba que su madre siempre le decía que a la calle se iba con las mejores bragas (y por supuesto límpias), que si le pasaba algo no era plan de ir hecha un adefesio. !Qué razón tenía!. Siempre hay que estar preparada. Claro que con tantas cosas que hacer al cabo del día casi no le queda tiempo a una para dedicarse. Hoy tocaba playa y ella sin depilar.¿Quién le decía a los niños que no irian a la playa por que mami estaba un poco peluda? Decir eso era lo mismo que poner una fotografía tipo poster en el ascensor. Claro que los niños, en su bendita inocencia, no entienden de pudores. A veces, da que pensar el tema ¿realmente cuentan las intimidades de casa de forma tan inocente?.


En fin, había que resignarse, buscar un lugar apartadito y poco concurrido. Arregló a los chiquillos y se colocó el biquini, una monada pensaba mientras se miraba al espejo. Si, una verdadera simia. Tampoco es que tuviese un vello como para ir barriendo el suelo. No era eso, pero aunque fueran pocos la obsesionaban sobremanera. Bastante caótico era enseñar las carnes a principio de temporada cómo para encima no estar perfecta. Esos días de inicio al verano eran mortales, la piel había perdido el color y por tanto la carne resaltaba con lustre cegador. Ya era inutil maldecir las cervecitas frescas y las tapitas... No había marcha atrás. ¿Por qué le gustaba tanto una birra?.

Llegarón a la playa, los niños corrieron a jugar con los amiguitos, ella sonrió amablemente a las mamis. Soltó el bolso y empezó con el suplicio. Mientras se bajaba el pantalón del chandal calibraba las opciones: Una, tumbarse como si nada en la toalla; dos, tumbarse debajo de la toalla y tres, tirarse de cabeza en la arena y rebozarse cual croqueta. Esta última, desde luego, era la más aceptable. Dicho y hecho, se quitó la ropa y empezó a revolcarse por la arena. Disimuladamente, claro...jajajaja.... una rodadita a la derecha...no me digas.... rebozo hacia la izquierda. Alguna de las mamis la miraban con cara de sorpresa, ella se hizo la sueca y al cabo de cinco minutos era una más del grupo.


Cuándo finalizaron de dar un severo repaso a todo bicho viviente que osaba pasear por la playa sacaron el tema del final de curso de los niños. Primero abordaron el asunto de la fiesta, lo preciosos que iban a ir los pequeños con sus disfraces. Ellas habían elaborado trajes que eclipsarían al más selecto público de la pasarela cibeles. María decidió asentir y sonreir, ella desde luego había comprado el traje de la pequeña, la aguja y el dedal pertenecían al mundo de la dimensión desconocida y tenía traumáticos recuerdos de algún remoto intento. Uno de los inventos más revolucionarios de este siglo había sido, desde luego, el pegamento textil para coger los bajos de los pantalones. Le vino a la mente su marido con el bajo cogido con grapas... Apartó rapidamente aquel recuerdo que le traía a la mente a un Manolo encendendido y algo mosqueado tras haber sido objeto de escarnio en el trabajo. Luego empezaron con las notas. En ese momento María decidió sacudirse lo que buenamente pudo, se vistió y recogio apresuradamente. Los niños desfilaron raudos al grito de retirada hacia el coche.


De vuelta a casa iba sumergida en su mundo, un mundo lleno de Einsteins pequeñajos con gafas de culo de botellas que la asediaban continuamente. Sus hijos no eran perfectos pero jamás toleraría un murmullo sobre ellos. La pequeña, dulce y cariñosa, iba siempre a su ritmo, lo que ocurría que era un ritmo lento, bueno, muy lento. La maestra siempre le decía que era muy buena pero demasiado tranquila, vamos que, traduciendo, a la niña le pesaba el papo. Eso sí, era bastante inteligente para su edad por lo que destacaba en clase sin tener que hacer mucho esfuerzo. Qué sabia compensación de la naturaleza. Los niños, unos noblotes, habían convertido los boletines de notas en el huerto del tío Perico, en el que abundaban los calabacines y calabazas.


Esa noche tuvo un extraño sueño: ella era una leona acorralada por enormes hienas y sus pequeñas crias engafadas. Lo único que recordaba con lucidez era un extraño placer y el liquido tibio y rojo que le corría por la boca, a su alrededor no quedaba nada.